Las voces del laberinto, del periodista español Ricard Ruiz Garzón, es un libro que da voz a quienes habitualmente no la tienen. A aquellos que, extraviados en el laberinto de la enfermedad mental, sufren el rechazo de una sociedad presuntamente cuerda. Basados en quince testimonios reales sobre el padecimiento de la esquizofrenia, los relatos recogidos en Las voces del laberinto transmiten el dolor, el desconcierto, la impotencia y también la esperanza de quienes buscan una salida a la encrucijada que ofusca su existencia. Más que un tratado de psiquiatría, un ensayo sociológico o un manual de autoayuda, Las voces del laberinto es un testimonio, una recreación de casos reales que privilegia el punto de vista de los enfermos para romper tópicos, ahuyentar prejuicios y contribuir a la destrucción del estigma que el mal llamado esquizofrénico padece aún en nuestra sociedad.
Este es un fragmento de uno de los testimonios del libro.
Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando.
{buybutton id=17174/} En ocasiones, oigo ecos. Ecos de voces eléctricas, ultrasónicas, crepitantes, preñadas de interferencias. No evocan voces humanas, ni de muertos ni espíritus. Parecen reverberaciones sobrenaturales, pero son códigos cifrados, señales de otra dimensión que sólo a veces alcanzo a interpretar. Se manifiestan a través del ruido, en los rugidos de los motores, en las notas de música, en el murmullo del viento y el agua de los grifos… Hablan en grupo, en tropel, unas veces con tono agudo, como de pitufo, y otras con la gravedad de un ser omnipotente. Las escucho en el baño, por la calle, al encender el televisor… Son como las risas enlatadas de las series antiguas: no están ni vivas ni muertas, habitan un extraño limbo desde el que contactan conmigo. Y yo no soy creyente, ni me atrae el esoterismo. No sé si existe el más allá, ignoro si hay extraterrestres y lo cierto es que todos estos temas me la traen, je, je, bastante floja. Preferiría no escuchar nada, disfrutar del silencio y dedicarme al cómic, que es lo que da sentido a mi vida. Pero las voces no descansan, llevan ahí más de siete años y me temo que aún les queda cuerda para rato.
No sé qué pretenden, la verdad; pero he de confesarle que ya han ganado una batalla: la de obligarme a parecer un pirado para que nadie crea que existen.
Llegaron cuando yo tenía veinticinco años. Había estudiado dibujo artístico, pero trabajaba de teleoperador. Vivía con mi madre enferma y mis cuatro hermanos, todos mayores que yo, y tenía una novia con la que editaba un fanzine titulado, ji, ji, El Protegido. Salía los fines de semana, a emborracharme, y en los ratos libres imitaba a mis autores favoritos: Richard Corben, Moebius, Carlos Pacheco, Miguelanxo Prado… A Prado sobre todo. Diría que llevaba una vida, pshé, bastante corriente, un poco disipada pero similar a la de otros amigos. Y entonces, broooom, todo empezó a precipitarse: se me acabó el contrato, cerré el fanzine, corté con mi novia, me quedé sin blanca y, para colmo de males, mi madre falleció.
Yo estaba muy unido a ella, tal vez porque mi padre nos había abandonado siendo yo el más pequeño, o quizá porque la mujer, aunque sola y enferma de sida, se había sacrificado para sacarnos adelante. Cuidarnos fue su máxima aspiración, el sentido de su lucha. Por eso, ejem, por eso sufrimos tanto su deterioro, su pérdida de peso, sus espasmos y sus visitas a urgencias… No voy a aburrirle con nuestras miserias, pero sepa usted que la muerte, su muerte, se volvió una obsesión para mí. Pensaba en ello a todas horas y me sentía impotente, frágil. Vulnerable. Veía a la gente andando por la calle y pensaba en cómo morirían todos; me miraba en los espejos y comprendía que yo también acabaría pudriéndome, entregando mi vida como un zombi. Fui cayendo en un pozo cada vez más hondo y empecé a beber. Supuse que así lo resistiría mejor, pero ocurrió al revés: el entierro de mi madre me pulverizó, me sacudió, blam, como un mazazo, como si no llevara años anticipándolo. Acudí a mis hermanos, pero ellos fueron rehaciendo sus vidas y al final me quedé solo en aquella casa-tumba, que al menos era de propiedad.
Como no tenía ingresos, empecé a trabajar en una lavandería de Argüelles. Y allí, je, je, allí las oí por primera vez. Frías, vidriosas, insensibles… Recuerdo que era lunes por la tarde, estaba vaciando unos cestos y de pronto empezaron a manifestarse nítidamente en el zumbido de las centrifugadoras: cling-cling-cling… Eran como un coro metálico, una especie de enjambre chisporroteante y acelerado que transmitía hechos históricos desconocidos y los vinculaba a mí. Los mensajes eran abstractos, no lograba traducirlos, ni hoy podría. No me llamaban, ni decían mi nombre, pero leían mi pensamiento con tal claridad que antes de formular ninguna pregunta me había llegado ya su respuesta. Entendía sólo algunos fragmentos, como si el canal de conexión escogido estuviese oxidado por no haberlo usado jamás. Pero no tuve ninguna duda: aquello no podía ser el ruido de las lavadoras. Llevaba semanas escuchándolo y nunca había tenido esa misma sensación, esa congoja. Me asusté, claro, sobre todo porque al principio mostraban cierta armonía, pero su martilleo era cada vez más caótico, más delirante, y llegó un momento en que aquel torbellino ensordecedor se me hizo insoportable: clonc-clonc-clonc-clonc-clonc… Sentí que el cerebro me iba a explotar, así que escapé corriendo de la lavandería y no volví jamás, ni siquiera a buscar el finiquito. De hecho, no he vuelto a pasar por allí, y si alguna vez me acerco, je, je, si lo hago siento aún escalofríos.
El médico dijo que había tenido un conato de pánico. Me encerré en casa durante meses, viviendo como un indigente y bebiéndome hasta el agua de fregar. Me alimentaba de yogures, no me cambiaba de ropa, no limpiaba jamás e iba acumulando desechos por las habitaciones como en un vertedero. Si salía era para beber, de noche, cuando el ruido era menor y parecía amortiguarse el peligro de que las voces regresaran. Sólo en algún breve momento de lucidez me planteé si podían ser voces de ultratumba, voces que me pudieran conducir hasta mi madre. Pero lo rechacé enseguida, y de hecho, hmmm, de hecho creo que jamás han mencionado nada que me recordase a ella. En aquellos días, además, yo creía que podía negar las voces, olvidar su repiqueteo; por eso dormía días enteros, hasta que me desvelaba y volvía a emborracharme para poder caer de nuevo en la inconsciencia. Luego supe que algún vecino me encontró más de una vez tirado en el portal, entre mis propios vómitos… Así pasé un año, hasta que una tarde llegó mi hermano, me pilló en la cama y al ver que no había agua ni luz, que todo estaba como si hubiese caído una bomba, decidió llevarme con él.
Para entonces, hmmm, sí, para entonces las voces eran tan cotidianas como la luz del sol y yo las combatía como podía. Más tarde me dediqué a analizarlas, aunque se resistían, y así pude ver que las había distintas. Estaban, ji, ji, estaban las cachondas, ji, ji, ji, como de diablillos… Son las que se han impuesto. Se repiten mucho, pero no ofrecen posibilidad de respuesta, juegan con los dobles sentidos hasta apabullarte y tenerte en sus manos. A veces no me dejan dormir, imitan voces de niños pequeños y les dan velocidad, ñic-ñic-ñic-ñic-ñic-ñic, como en un disco pasado a más revoluciones. Al principio eran muy divertidas, me hacían gracia, pero con los años se han vuelto perversas, muy despectivas, y ahora sólo me hablan de sexo y me cuentan guarradas. Cuando me niego a escucharlas, insisten y me acaba doliendo, me acaba doliendo mucho. Pero puedo asegurarle que nunca me dan órdenes. A lo más que llegan, ya sabe, es a sugerir que tal persona puede ser, je, je, o que seguro que es, mmm, una fiera en la cama…
También hay voces de buena gente, voces que parecen dirigirse a mí para cuidarme. No son distintas a las anteriores, les ocurre como a nosotros: pueden ser buenas o malas en función del momento. Yo a veces lo entiendo como una evolución: está la vida, está la muerte y está, fíuuu, está esa otra dimensión donde residen las voces. Quién sabe si nosotros no seremos también voces algún día, ecos de pensamientos dispersos por el universo, a la espera de que alguien los capte, como yo ahora. Y ahí podremos tener mala leche, o ser ingenuos como niños, o desear a alguien, igual que en esta realidad. Y ahí podremos dar consejos, como esas voces sabias que me ayudan a ser mejor, a superarme, a evolucionar hacia ellas… Esas voces pacientes que prometen, ay, recompensas…
Y luego está, buf, luego está Dios, que es otra cosa. Sé que hay voces que hacen votaciones para decidir los pasos que he de seguir y otras que me dicen que todos tenemos una flor que defender, y cosas así. Esas voces me mosquean, porque yo no sé nada de flores y en cambio, je, je, en cambio oigo nombres reales, hasta en latín, flores que existen y son sexuales porque se entregan en actos de amor. Pero lo de Dios, uf, lo de Dios es otra cosa. Lo llamo Dios porque no sé cómo llamarlo, pero no es el Dios de los cristianos. Tiene una voz ronca, muy grave, y suele manifestarse a través del viento. Le encanta decirme que hay un orden y que se lo salta para mí. Y no es el viento, utiliza el viento como soporte. Una vez me dijo que debía dejar de fumar. Y eso, hmmm, eso no lo hace el viento. Me lo dijo de forma solemne y me tranquilizó, me dijo que todo estaba bien, que sólo había que entrenarme. A veces me cansa, porque yo no quiero saber nada de todo esto, y a veces me dice cosas tan elevadas que no las entiendo. Pero en general me hace sentir bien, como si esto de la enfermedad fuese sólo una máscara, un juego de ventrílocuos, un descanso para cuando llegue la hora de demostrar lo que estoy aprendiendo. Eso Dios no me lo dice, eso lo deduzco yo. Pero podría ser diferente, hmmm, muy diferente; la verdad es que no estoy seguro del sentido que tiene todo esto. A veces pienso que los ecos son modos de contacto de un mis mo ente o residuos de cosas que nunca se dijeron; y a veces, je, je, a veces creo que soy yo el que tiene como un sexto sentido que me permite acceder a ellos. Pero la mayor parte del tiempo prefiero no pensar en nada de esto, me olvido y me pongo a dibujar, o a jugar al ping-pong o a ver una película… A hacer mi vida, que no tiene nada que ver con las voces. Si tuviera que explicárselo en una frase le diría que esto es, sssssí, es como soñar: al soñar podemos vivir otras realidades, algunas increíbles, y sus nexos con la vida, por asombrosos que sean, no nos impiden seguir con el día a día; pues a mí me ocurre algo así con las voces: me transportan a otra dimensión de mi conciencia, pero luego me despierto, desconecto y vuelvo al dichoso día a día. Usted, je, je, usted podría hacer lo mismo, supongo. Si supiera contactar, si no se quedara sólo en los ruidos, en esos zzzzz…, grrrrr…, fffff…